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Harry & Sally: cuatro historias de Airbnb

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Harry respiró aliviado tras reservar el último destino. La idea de tomarse unas merecidas vacaciones era estupenda: la de organizarlas, no tanto. Cada año Sally y él pasaban por esa pequeña tortura que consiste en elegir lugares y fechas, y luego en ponerle una velita a los santos para ver si todo cuadraba y si lo hacían sin tener que pedir una segunda hipoteca.

Así eran las vacaciones de nuestra pareja favorita: el mini-resort burgués molaba mucho, pero como buenos autónomos tenían una gran desventaja frente a los trabajadores por cuenta ajena. Las vacaciones pagadas eran una utopía, así que Harry y Sally tenían que andar haciendo algunos números de más. Sally siempre se lo recordaba a Harry en esos procesos de búsqueda.

— Uy Harry, mira qué alojamiento tan estupendo y tan Instagram.

— A 600 euros la noche se nos va un poco de presupuesto, Sally.

— No no, si solo lo decía por decir. En realidad no quiero PARA NADA dormir en un sitio así, maridete mío —mintió Sally, casi con lágrimas en los ojos.

— Ya. Bueno. Algún día, Sally. Algún día.

— Claro que sí. Tú guarda el enlace, que cuando tenga un trabajo en el que me den unas vacaciones pagadas se va a enterar el Gianluca Vacchi ese.

— ¿Cualo?

— El que se pasa la vida bailando en fardapaq, en un yate estupendo y con un pibón igual de estupendo o más al lado.

—Ah, ya sé quién dices. El referente de las nuevas generaciones. Antes admirábamos a Einstein, a Picasso o a Turing, y ahora míranos, todos atontaos con este elemento.

No empieces, Harry.

—Vaaale —respondió Harry, dando por terminada la pausa. Había que seguir buscando.

Tres horas más tarde acababa la búsqueda. Habían conseguido reservar cuatro emplazamientos muy distintos y que le iban a dar un toque especialmente curioso a sus vacaciones. Esa era la magia de Airbnb: era posible alquilar sitios en los que uno jamás pensó que podría dormir. Y ahí estaban ellos, esperando a que esas vacaciones comenzasen lo antes posible para disfrutarlas con sus dos pequeños. Esta es la historia de esos cuatro destinos.

Parte I. Pon un molino en tu vida

Cuando plantearon qué hacer en vacaciones, Harry y Sally tenían claro que querían hacer una gira portuguesa que tendría un final estupendo: sus amigos Travis y Audrey —sí, los mismos con los que vivieron un frenesí gastronómico hacía poco— les habían invitado a su mini-mansión burguesa en Santiago de Compostela.

Antes, eso sí, habría tiempo para explorar unos cuantos destinos en Portugal, y el primero de ellos fue Ericeira. No por el sitio en sí, sino porque por allí se encontraba su primera residencia veraniega, que además era la primera gran sorpresa para sus enanos. El sitio era ni más ni menos que un molino, restaurado y reacondicionado para que hasta cuatro personas (dos de ellas de pequeño tamaño) pudieran dormir en él.

Así es como comenzó la aventura: con un pequeño despiste horario. Habían quedado a una hora con la dueña del molino, y resulta (qué cosas) que en Portugal la zona horaria es una hora menos que Madrid, con lo que todos sus cálculos se truncaron y de repente tenían una hora que gastar (y que le robaron al sueño, porque el madrugón fue de aquí te espero para evitar la operación salida). Eso no importaba, porque tras dar una vuelta por Mafra (espectacular palacio nacional, pardiez) ponían rumbo al molino. Lo encontraron gracias al bendito Waze, compañero inserparable durante toda la gira, y nada más verlo Sally lo tuvo claro.

—Buenobuenobueno Harry. Qué pasada. Qué instagram.

—Y dale. Olvídate de Instagram, que aquí venimos a desconectar.

—Oye Harry, no seas hipócrita que solo te ha faltado traerte la Xbox One.

—¡Dios mío! ¡Se me ha olvidado la Xbox One! —bromeó Harry.

—Ja. Bueno, no dirás que no es una chulada.

—Ya lo creo. Menuda flipada.

Así era. La dueña, una portuguesa que falaba lo mismo de español que ellos de portugués, les explicó cómo iba todo como si Harry y Sally hubieran nacido allí. Harry, que dominaba a la perfección el inglés y el español y también se manejaba con el gabacho francés, no se pispaba de nada. Sally, en cambio, parecía entenderlo todo. Una vez se fue la dueña, Harry se quiso cerciorar.

—Oye, Sally, ¿tú has entendido algo de lo que ha dicho o decías que sí y sonreías como yo, por educación?

—No no, lo he entendido todo. No te preocupes que esto está controlado —comentó con convicción.

—Bueno, bueno, me fío. Si PHP no tiene secretos para ti, qué voy a decirte del portugués.

Exatamente.

—Querrás decir exactamente, con c.

—No, mi querido Harry. En portugués es sin c.

—Anda la osa. Lo que hay que ver.

Harry reflexionó sobre aquello del portugués y creyó llegar a una conclusión: los españoles no se esfuerzan un pimiento en hablar en portugués porque están seguros de que en Portugal nos entienden y pueden hablar perfectamente en español sin esfuerzo. La idea le sorprendió, sobre todo porque era una situación análoga a la de los americanos que vienen a España (creen que todo el mundo habla el mismo inglés de Kentucky que Harry), pero a la inversa.

—Va a ser por eso que me da la impresión de que les caemos un poco gordos —comentó Harry en voz alta.

—¿Cómo?

—Nada Sally, que igual los portugueses nos odian porque deben creer que venimos aquí en plan superiores cuando al menos en mi caso de eso nada de nada.

—Qué tontería. No nos odian.

—Pues me parece a mí que muy simpáticos no acabamos de caerles. Ahí el Madrid hizo bien fichando a CR7 para estrechar lazos.

—Ese sí que es chulo, y no Gianluca.

—Al menos CR7 hace algo más que bailar en yates con pibonazos (que también).

—Touché. Minipunto y punto para ti, maridete mío.

La conversación, jovial y animada, servía para ir aderezando esos primeros minutos de estancia en el molino, una especie de chalet de tres plantas pero en versión apretujada. En total la superficie habitable no debía superar los 25 metros cuadrados, pero aquello era una cucada por todas partes. No había cocina como tal, pero sí una parrilla para poder hacer una barbacoíta o calentar comida en la finca que rodeaba el molino. El salón tampoco existía como tal, y la planta baja hacía las veces de hall-salón-cocina-baño (con ducha), todo en uno. Era un canto al espacio aprovechado. Cualquier japonés habría elogiado aquella distribución.

La segunda y la tercera planta estaban reservadas a las suites. Por decirlo de algún modo, porque en ellas solo cabían las camas para las cuatro personas. El piso de arriba, donde dormirían los pequeños, estaba además parcialmente ocupado por el antiguo mecanismo de ruedas dentadas del molino. Todo perfectamente restaurado, como si fuera un museo, con las maderas barnizadas y algunos toques decorativos tradicionales aquí y allá. Sally estaba fibrilando con cada detalle.

—Por dios, qué instagram es esto. Y esto. Y esto otro.

—Que de tejes de Instagram. Anda, vamos a comer unos caracoles, que por lo visto es plato estrella por esta zona.

—Pues fíjate que no me inspiran mucho.

Sally, una vez más, había hecho gala de unas dotes premonitorias excelentes. El plato de caracoles que se comieron era una patraña digna de Le Cocó. Habría como 200 agolpados en un plato, y aquello debía ser algo así como las pipas (imposibles encontrarlas en nuestro país vecino) en versión lusa. En realidad no se parecían demasiado, porque unas pipas hubieran sido una bendición después de probar los caracolillos, que eran incómodos de comer, totalmente insípidos salvo por la salsa (que tampoco daba mucho de sí) y, además, con un ROI bajísimo.

—Esto no mola, Sally. Habrá que ir pensando en pedir algo que comer. Me refiero a algo que comer de verdad.

—Pues sí. Al menos no son caros.

Eso era cierto. Como podrían comprobar a lo largo de todo el tour portugués, comer no salía nada caro en ese país estupendo que por cierto, ese verano estaba siendo asolado por los incendios. Harry y Sally tuvieron que tener en cuenta la información disponible en sitios web como el simpático Fogos.pt o el sitio de Protección Civil para comprobar que no tenían que salir por pies de repente.

Esas dos primeras noches en el molino fueron estupendas. Muchas excursiones y mucho peixe que tendrían la culpa de que al final del tour a Harry se le pusiera cara de pan gallego. Que por cierto, también estaba de rechupete, como ambos pudieron comprobar al final del viaje. Pero me estoy adelantando. Harry, Sally y sus dos infantes habían vivido una primera experiencia fantástica en Airbnb. La segunda no lo sería tanto.

Parte II. Cuidado con lo de cozy

Cuando Harry y Sally buscaron su segundo destino, sabían que querían algo que les permitiese moverse dentro y fuera de Lisboa fácilmente, así que cuando vieron un cozy apartment en una localidad cercana llamada Paço de Arcos se quedaron encantados con el aspecto limpio y moderno del pisito, y sobre todo con el precio, que estaba realmente bien para aquel sitio.

En ningún momento se preguntaron como algo tan cozy podía ser tan barato en precio. Pronto lo descubrirían.

—Oye Harry, esto es un poco raro —comentó Sally. Habían salido de la autopista y se adentraban en una zona extraña, entre industrial y extrarradio bronxítico.

—Sí, bueno, no te preocupes, seguro que luego mejora —dijo Harry sin estar nada convencido.

—No sé. A mí la zona esta me parece de todo menos cozy.

—Bueno, sigamos a ver.

Siguieron. A medida que avanzaban hacia su segunda residencia Airbnb portuguesa la cosa se tornaba en algo más y más preocupante. La gente que veían por la calle no les inspiraba un rollo mini-resort burgués precisamente. Más bien mini-gueto jincho. Aquello, efectivamente, no tenía de cozy ni la i griega.

A los 3 minutos llegaban a su destino, y lo que se encontraron ante sí les dejó a los dos con una sensación poco agradable. Aquella estupenda tarde soleada (eran las cinco, hora de Lisboa) no lo era tanto en aquel rincón del mundo, donde una panda de 5 o 6 chavales daba gritos mientras uno de ellos ponía música todo meter en un móvil con altavoz (o eso le pareció a Harry). Lo hacían además frente al portal por el que se supone que tenían que entrar Harry y Sally, que tampoco tenía nada de cozy. Lo que sí tenía, como todas las ventanas y portales de aquella fachada, eran rejas. Un montón de ellas. Aquello no molaba nada. Pero nada de nada. Aparcados a una distancia prudencial, asistían al espectáculo asustados.

—Yo ahí no meto nuestros dos maletones, Harry. Mucho menos a nuestros niños. No llegamos ni al recibidor del portal. Nos los secuestran.

—La verdad es que tiene mala pinta. Pero también hay que contar con que sé boxear y puedo hacer mi patada del tigre —dijo Harry tratando de bromear un poco para aliviar la tensión.

—Harry, por dios, no digas tonterías. En primer lugar, todo el mundo sabe que tu patada del tigre es postureo. En segundo, por muy bien que boxees dudo que puedas contra esos cinco chavales, que tienen pinta de tener cierto know-how en peleas callejeras. Y en tercero, éste no es un sitio para niños. No digo para los nuestros, que tampoco. Digo para ningún niño del mundo mundial.

—Yep. Tienes razón Sally. Menos en lo de la patada del tigre, que lo sepas. Otra cosa es hacerla contra cada uno de ellos. Igual tengo fuerzas para hacer dos o tres.

—Venga ya Harry, de verdad. Yo aquí no me quedo.

—Ni yo. Voy a llamar al tipo del apartamento para cancelarlo ahora mismo.

Harry, efectivamente, llamó al dueño del piso, con el que habían quedado a esa hora allí delante. El tipo, que había sido amable por escrito, aceptó la cancelación con una tranquilidad pasmosa. Le dijo que lo sentía, sin más, y allí acabó la conversación.

—Pues no te creas que le ha afectado mucho, Sally. Qué raro. Voy a mirar un momento qué supone la cancelación.

Tras mirar en su móvil —bendito nuevo roaming europeo que le permitía usar su cuota de datos allí sin costes adicionales— Harry se dio cuenta de que de buenas a primeras habían perdido toda la pasta de la reserva. Eran tres noches perdidas de las cuales esperaba poder recuperar al menos parte del coste total.

—Será posible. El tipo tiene política de cancelación estricta en su cuenta de Airbnb —comentó Harry.

—¿Y eso qué significa?

—Pues que si cancelas una semana antes te devuelve la mitad. Después de eso, nada.

—Qué cabrón perro. Con razón no ha dicho nada cuando has cancelado ahora mismo. Seguro que sabe que al ver el barrio mucha gente cancelará y con esa política se asegura ganar la pasta sin tener siquiera que limpiar el sitio.

—Pues igual. Y ni siquiera sabemos cómo es el piso. Igual ni siquiera era tan cozy como parecía en las fotos.

—Ya ves. La pregunta es, maridete mío ¿qué hacemos ahora, Harry?

Esto, contado ahora, no transmite la tensión de la situación. Nuestros protagonistas estaban de todo menos lo tranquilos que refleja esa conversación. La estampa era de aquí te espero: Un 15 de agosto, en plenas vacaciones, en Lisboa (que un poco de turismo sí tiene), a las 6 de la tarde, y nuestros Harry y Sally sin tener sitio donde caer muertos las próximas tres noches. A lo que se sumaba otra circunstancia: de repente sus pequeños habían decidido que había una fiesta del pijama anticipada en la parte de atrás del coche. Todo eran gritos y risas. No se enteraban de nada, y eso hacía que la tensión creciese en Harry (vena en la frente incluída) y Sally.

Afortunadamente nuestros héroes salieron del paso. Tras explorar una primera opción en Lisboa ciudad que encontraron en Booking.com y no les convenció, acabaron viendo una oferta de cerca de 180 euros por dormir en un hotel de cuatro estrellas, uno de los pocos donde parecía haber sitio. Tampoco era mucho, pero se pasaba del presupuesto que se habían creado Harry y Sally por noche, y además había que sumarles los cerca de 300 que habían pagado ya en el maldito apartamento cozy de las narices. La broma les iba salir cara, pero cualquiera que se vea en una situación así coincidirá con Harry y Sally: en momentos como ese, como si costara 3.000.

—Mira Harry, este Holiday Inn está a unos 180 la noche, incluido el párking.

—Adjudicado. Como si cuesta 3.000. Lo que quiero es darle una colleja a estos niños solucionar el tema de una vez —dijo Harry mientras miraba nervioso a sus hijos, que no paraban de gritar a pesar de sus amenazas —. Pero antes de reservar vamos al hotel directamente, a ver qué precio hacen ellos, y si cuesta más lo reservamos con Booking.

Aquello les salió (medio) bien. En el mostrador del hotel pidieron tres noches en una habitación para cuatro, y al final el precio fue de 140 euros, párking incluido. Harry, que había escrito un artículo sobre el tema, confirmó que antes de reservar con un intermediario era buena idea preguntar directamente en el hotel. Una vez les dieron las llaves de la habitación, Harry y Sally respiraron aliviados. Misión cumplida.

—Madre mía Harry, de la que nos hemos librado. Mira este hotel. Esto sí que es cozy a tope.

—Ya te cuento, esposa mía. Vamos a darnos una duchita de cuatro estrellas, anda. Hay que hacer gasto. Luego celebramos en los alrededores, pero primero voy a ver si puedo reclamar algo a Airbnb.

—Dale, Harry. Algo se podrá hacer.

Así era. Harry vio que había un apartado para casos como el suyo en el que Airbnb se situaba como parte neutral: tú reclamabas parte de la devolución al anfitrión argumentando el tema y pidiendo una cantidad que estimabas justa, y luego el anfitrión aceptaba la cantidad, la modificaba o se negaba a devolver nada, en cuyo caso actuaba Airbnb. Harry reclamó algo menos de la mitad de la reserva (entendía que para el anfitrión también era una gaita si es que este era realmente legal), y el anfitrión acabó concediendo algo menos de esa cantidad. Harry aceptó el tema, que quedó resuelto. La pérdida, inevitable, quedaba algo mitigada.

La segunda experiencia Airbnb les había salido rana. La tercera iba a ser otra historia totalmente distinta.

Parte III. Pon un yate en tu vida

Las tres noches en Lisboa habían dado para mucho. Harry y Sally sometían a sus pequeños a un pateo constante y superaban sobradamente el objetivo de los 10.000 pasos diarios que Harry había puesto en Google Fit para cotillear esos datos a posteriori. Incluso aprovecharon allí para ver un buen rato a Mason, vecino del mini-resort burgués, y a su familia, con los que coincidían en destino vacacional.

Mucho ver cosas y mucho contagio de ese inevitable efecto «yo estuve allí» que les llevaba a puntos de interés tradicionales por lógica aplastante: Lisboa y los alrededores estaban llenos de dos cosas: puntos de interés turístico (algunos ciertamente cozy) y gente.

Pero aquella etapa terminó, y dirigieron sus pasos y su coche hacia Oporto, donde les esperaba la tercera de sus residencias Airbnb, que era la gran flipada del viaje: nada más y nada menos que un yate en el puerto cercano a Oporto, en la zona de la Afurada. Tras una parada en Aveiro para ver «la Venecia portuguesa» —bastante decepcionante, coincidieron Harry y Sally, que habían estado en la auténtica hacía unos años— pusieron rumbo a Oporto mientras veían con tristeza las humaredas provocadas por un par de incendios a lo lejos durante el trayecto.

El puerto deportivo era muy de Winnerlandia, aunque estaba pegado a una pequeña y humilde aldea de pescadores. Allí habían quedado con Frank, dueño (o al menos gestor) del yate, que apareció con una sonrisa de winner sin parangón. El chico era más majo que las pesetas y Harry y Sally decidieron que desde ese momento quedaba declarado como su mejor amigo portugués para toda la vida. Tras explicarles cómo funcionaba todo y hacer un tour por el yate, les dejó solos para que comenzaran a disfrutar de la estancia. Harry y Sally, como sus pequeños, alucinaban.

—Buenobuenobueno Harry. Menuda pa-sa-da. Esto es instagram a más no poder. Me voy a tener que contener a tope para no publicar cien fotos con miles de hashtags de lo más estupendos.

—Y dale. Que te dejes de Instagram Sally. Pero sí, esto es la pera limonera. Mira a los niños, ya instalados en su camarote. Esto tiene de todo, me esperaba algo en plan más submarino, más incómodo.

—Uy, pero si tiene de todo. Fíjate en los dos baños con sus duchas, nuestro camarote con cama circular, el de los niños con las dos camitas, el salón-loft-cocina (con microondas, vitro, tele por satélite —que no iba muy allá, comprobaron los peques— y WiFi gratis —también cortita de canal de subida y bajada— y su mesita comedor), y la terraza exterior para comer fuera. Quiero uno igual.

—Uy, pues ya he mirado el modelo. Por 300.000 dólares de nada nos agenciamos uno de segunda mano, más los gastos de mantenimiento y de tenerlo atracado, claro.

—Bueno, mejor lo alquilamos de verano en verano, maridete mío.

—Mejor, mejor.

Aquello, efectivamente, era la bomba. El dueño ofrecía paseos en yate por el Duero, pero aquello suponía ya un sobrecoste importante que ya no podían permitirse. Harry, en cambio, prefirió disfrutar del momento yate en plan Gianluca. O sea, bailando con su pibonazo particular (¡pipi!) y, además, con sus pibitos particulares, que era ciertamente diferente a lo que hacía el ídolo de masas instagrammeras pero que para Harry tenía mucho más valor.

Aquellas dos noches en el yate fueron, como esperaban, espectaculares. Salvo por algún mosquito zumbón —condena vacacional doquiera que fueran, y si Harry detectaba uno tenía que matarlo o si no era incapaz de dormirse— durmieron como bebés portugueses. Lo de que el barco se mueve (atracado, claro) es un mito: esto, salvo alguna olita ocasional de 10 segundos, era como dormir en tierra firme. Para sus pequeños aquello era una súper aventura, y también lo disfrutaron a tope, como las cenas y desayunos que hicieron cual famosos, en la parte de fuera de un yate mientras veían el percal, que no era mucho porque el acceso a los pontones estaba restringido con tarjetitas RFID.

—Así que así es como viven los ricos —comentó Sally.

—Pues sí. No se está mal del todo —confirmó Harry mientras se terminaba su Nesquick portugués (que también se llamaba Nesquick).

—Podría acostumbrarme. Lástima que haya que estar vigilando a tu hijo, que como nos descuidemos nos saca del puerto a alta mar —el pequeño Harry Jr, que no se pispaba de la conversación, andaba sentado en el puente de mando sin tocar nada tras la advertencia de sus padres, pero con tentación de tocarlo todo.

—Bueno, tampoco estaría mal escaparse. Nos falla lo de no ser patrones de barco y el tema de la WiFi y la cobertura móvil. Yo sin mis conexiones de datos no soy nada.

—Bueno, y a eso hay que sumarle que no somos precisamente lobos de mar, maridete mío —comentó Sally con perspicacia.

—También, también. El mar que se quede así, muy bonito desde nuestra orilllita.

La felicidad era total, pero tras esas dos noches y un larguísimo día de pateo en Oporto —a Harry le gustó incluso más que Lisboa, aunque aquí el yate influyó positivamente— tocaba volver al coche, a recorrer las carreteras portuguesas (y sus peajes, de los que era difícil librarse si no querías tardar el doble) para volver a su querida España. Les esperaba su cuarta y última residencia en Airbnb.

Parte IV. Las lavadoras pueden cambiarte la vida

Esa cuarta etapa llevaría a nuestros protagonistas a Muros, localidad gallega con un encanto especial que les había recomendado una vecina del mini-resort burgués y donde habían reservado su cuarta estancia de Airbnb. En aquella ocasión, no obstante fueron mucho menos creativos: Harry y Sally querían algo normal para descansar esas dos noches un poco antes de visitar a Travis y Audrey, pero además cuando cogieron ese último destino faltaban apenas 10 días para llegar y no había muchas otras opciones. En vacaciones, como en la vida, el que no corría (para reservarlas) volaba.

Eso, claro, limitaba las opciones, y ese cuarto alojamiento tenía más bien poco encanto. Se trataba de un zulito que, eso sí, estaba muy bien situado, pegadito al centro del pueblo. Los lujos del yate se convirtieron en concesiones en su pequeño zulo gallego, que ni siquiera tenía ventanas —dos tragaluces daban algo de luz durante el día— y que contaba con todo lo necesario, pero en plan humilde.

A Harry y Sally a estas alturas ya les daba un poco igual. El sitio estaba limpio, ordenado, en el centro del pueblo y servía para lo que querían: dormir y si acaso tomarse allí el café o el Nesquick nocturno y mañanero. Los niños, eso sí, estaban encantados con la litera de su habitación, que se intentaron rifar para ver quién dormía arriba (ambos querían, qué graciosos) y quién abajo. Sally sonreía mientras lidiaba con la condena de los maletones, que iban de lado a lado siendo usadas como maletas-armario.

—Fíjate tú que esta vez voy a usar los armarios ahora que los tengo con algo de espacio decente. Porque el molino y el yate muy cucos, pero ahí los espacios eran justitos.

—Y míranos ahora, en un sitio mucho más baratusqui y en el que por fin puedes desplegar la ropa. Por cierto, me ha dicho la dueña que podemos usar el cuarto de la lavadora que está abajo.

—¿¡¿¡Puedo lavar la ropa sucia!?!? —Sally entró en colapso. Esos ocho días la ropa sucia se había ido acumulando sin piedad y sin posibilidades (ni tiempo material) para lavarla. Su ordenada organización mental estaba comenzando a desmoronarse ante la amenaza de verse sin ropa limpia para la familia.

—Sí sí, se puede lavar abajo.

—¡Síiiii! —gritó Sally como si le hubiera tocado la lotería —. Ale, descansa un poco y ponle a los niños la tele que voy a poner ahora mismo una y organizo un poco el percal.

Dicho y hecho. Dejaron la lavadora en marcha y Harry y Sally salieron del zulito con sus pitufos. Sally estaba exultante, relajada y, por supuesto, dispuesta a comerse todos los pimientos de Padrón disponibles en la zona.

—Ale Harry, vamos a celebrarlo con unos pementos de Padrón.

—Ea.

Y lo celebraron, ciertamente. La cara de pan gallego se iba acentuando en un Harry que ahora ya solo podía presumir de genio (y no de figura), pero nada importaba. Las vacaciones, se decían, eran para alimentar todos los sentidos.

Epílogo

Dejando a un lado el modo Harry&Sally —la quinta y última etapa del viaje fue igualmente fantástica, pero se sale de la temática porque no hubo Airbnb, ya que sus amigos les hospedaron un par de noches—, debo decir que si ya era un fan absoluto de Airbnb, ahora lo soy aún más. Las vacaciones han sido espectaculares, y lo han sido porque con este servicio uno puede acceder a sitios a los que jamás habría podido acceder hace unos años y hacerlo además a precios estupendos y casi siempre muy coherentes con lo que ofrecen esos lugares en los que te quedas.

Airbnb no es perfecto, y quedó claro con el fracaso de ese segundo alquiler en Lisboa, donde se demostró que lo que muestran las fotos —o incluso lo que dicen los textos de cada anuncio— pueden ser verdades a medias. Hay un factor aventurilla prácticamente imposible de evitar, algo que no suele suceder con el método tradicional de reservar un hotel y a vivir que son dos días.

Al final, no obstante, ese factor aventurilla compensa, y aunque aquí no me queda del todo claro el tipo de regulación que afecta Airbnb —y me temo que por el momento disfrutan de un vacío regulatorio similar al que ha dado lugar a los conflictos entre taxis, Uber y Cabify—, lo que está claro es que este servicio es un verdadero win-win para todos. Para anfitriones, para huéspedes y —sobre todo—para Airbnb, que ha logrado el sueño de todo intermediario: cobrar comisiones por todo sin hacer (prácticamente) nada. Menudo pelotazo y menuda ideaza. Cómo no se me ocurrió a mí 🙁

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12 comentarios en “Harry & Sally: cuatro historias de Airbnb

  1. SrPerroverde dice:

    Harry debería saber que, además de mirar las fotos cozy del apartamento en Airbnb, hay que echar un vistazo a los alrededores en Google street view.

    Lo de Airbnb está muy bien, mientras no pillen al dueño por tema impuestos, por tener registrada la vivienda como piso turístico, etc. En el momento en que se miren en serio esos temas, los precios subirán y dejarán de ser tan interesantes.

    • Lo de StreetView no es mala idea, aunque las fotos solo cuentan parte de la historia. Probablemente solo viéndolas la cosa no me hubiera parecido tan mal (de hecho las vi a posteriori y no parecía el paraíso, pero tampoco el Bronx). Había que verlo en directo para entenderlo.

      En cuanto a la regulación, que venga, que es lo que es justo. Si luego los precios suben, como seguramente harán, habrá que valorar qué compensa más. Las opciones, sea como fuera, serán buenas.

  2. Bardolobo dice:

    Nosotros llevamos 14 días en Creta (hoy nos despedimos 🙁 ) y todos han sido con Airbnb. La experiencia ha sido mixta. Dos de los alojamientos estaban sucios y viejos mientras que los otros dos han sido absolutamente espectaculares (en uno de ellos, incluso, el dueño, que era cocinero, nos hizo la comida 😀 ).

    Yo pienso que aparte de ver las fotos (en los dos malos que comento no se ajustaba a la realidad) y los alrededores (gran idea esa) hay que tener mucho cuidado con las opiniones. Tengo la impresión de que mucha ente viaja con un nivel de exigencia muy bajo y eso se refleja en los comentarios que hacen sobre las viviendas. Es imposible que alguien con unas expectativas medias pueda poner que un sitio pequeño, sucio y con muebles de los 60 sea un apartamento amplio, funcional y cuidado. Puedes buscar explicaciones de «compra de votos» en algún comentario, pero cuando hay 10-15 diciendo cosas semejantes, significa que tus estándares y los de los otros son distintos (y sí, soy algo sibarita :p , pero aún así si reservó un sitio «moderno, amplio y bien situado» espero que cumpla levemente con las 3, y en nuestro caso no se ha dado en esos dos lugares que he comentado).

    Dicho todo lo cual,seguiremos usando Airbnb siempre que nos venga bien, porque maravillas como las de los dos pisos bueno casi que compensan la parte mala. Simplemente habrá que tener mucho mucho más cuidado al elegir las viviendas.

    PD: Javipas, me alegro de tu vuelta por la parte que toca como lector del blog, aunque no como trabajador al que se le terminan las vacaciones como a ti y sabe lo que viene jejejejej

    • Pues algo de eso hay desde luego. Creo que confiamos demasiado en las opiniones de los demás cuando simplemente la gente tiene distintos baremos, como dices. Ya ni planteo esa sospecha de opiniones compradas, que es tradicional en muchas redes en las que votos y opiniones pesan mucho.

      Me alegro de que lo pasaras tan bien, lástima las dos malas experiencias, pero ya sabes lo que toca: crítica argumentada para que otros lo tengan en cuenta.

      Y lo de la vuelta al modo trabajo es un poco gaita, pero como me encanta lo que hago la cosa tiene su aquel. Y el retorno a la rutina, de la que soy fan, también 😉 Saludos!

  3. Sesaru dice:

    Eso de win-win lo dices porque no vives de alquiler… Vente a Madrid o Barcelona y hablamos, que es más fácil ligarte a una rubia de metro ochenta 25 años con todo en su sitio (por decirlo finamente) que encontrar una casa decente para vivir…

    Bueno para el turista y el especulador, un horror para el ciudadano.

    • Los precios de los alquileres en Madrid y Barcelona están hiperinflados en muchas zonas creo yo, pero ya sabes cómo funciona lo de la burbujita. Hasta que explote otra vez. De todos modos Airbnb no está pensado (creo yo) como vía de encontrar alquileres normales, sino más bien para alquileres de poco tiempo, vacacionales o de escapada.

      De hecho yo creo que Airbnb no le quita mercado al alquiler tradicional, simplemente ha cubierto un nicho que no existía: el de la gente que no podía o no quería alquilar una segunda vivienda en largas temporadas y sí puede (y quiere) hacerlo en largas.

      Vamos, que sí que es un win-win… y como expliqué hace poco, vivo de alquiler desde hace unos años en Madrid, así que tengo claro cómo está el tema.

  4. Conocido + dice:

    Jaja gran post Javi!
    Buenas ideas para un futuro, me voy a pensar lo del yate, mola!

    Lo de la lavadora es una verdad como un templo, a mi Sally le pasa igual, cuando ve una en un apartamento de alquiler empieza a fibrilar

    • Gracias Conocido+!! Lo del yate es una maravilla, igual que lo del molino. Ambos destinos especiales para los niños (el yate más para mayores, je).

      Nuestras Sallys es que son del mismo palo 😀

Comentarios cerrados.