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Análisis de una lámpara

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Uno encuentra sus lugares favoritos de forma fortuita. El mío de mi casa lo encontré así, por casualidad, una tarde en la que me senté en la terraza y apoyé los pies en la barandilla. A mis pies, mis dominios en el miniresort burgués, con su pisci, su pádel y sus niños gritando «¡Marco!… ¡Polo!». Y en mis manos, un buen libro, unas pipas y una Mahou.

«Ale. Ya está. Minipunto y punto», pensé.

Ocurre que no siempre puedo irme a mi particular refugio, claro. El miniresort tiene temperaturas burguesas, y 7 u 8 meses al año hace frío o demasiado calor, así que en cuanto la cosa se relaja y puedo salir, salgo. Con el móvil, Twitter y esos artículos largos que no puedo catar durante el día, con el portátil, a escribir unas líneas -como estoy haciendo ahora- o con un libro.

Ayer lo hice con un libro. Lo compré durante las vacaciones en una tienda de libros usados (low cost, los llaman ellos) de Gijón llamada Re-Read. Forma parte de una franquicia estupenda: tu vendes allí los libros que no quieres (casi al peso, no sé si dan un céntimo o dos por libro) y ellos luego los venden en packs: 1 por 3 euros, 2 por 5, 3 por 10. Un negocio redondo y una forma estupenda de reaprovechar esos volúmenes que cobran nueva vida en otras bibliotecas. Una tienda de segundas oportunidades. Fantástico.

Yo cogí dos. El primero, «La casa de los espíritus», el clásico de Isabel Allende. Me vais a matar, pero acababa de descubrirla en «Más allá del invierno», que cogí de oferta en el Kindle, y me conquistó. Es estupendo saber que tengo mucha Allende que disfrutar por delante . Como cuando comienzas a ver una serie, flipas con el primer episodio y sonríes casi maléficamente pensando que la serie tiene 6 temporadas de 12 episodios. Pues igual.

El segundo fue una estupenda debilidad. Es un volumen recopilatorio de columnas de Arturo Pérez-Reverte llamado «Cuando éramos honrados mercenarios» (6,64 euros en el Kindle) que publicó entre 2005 y 2009. Tiene otros, claro. Llevar décadas haciendo columnas da para unos cuantos recopilatorios. Y lo gracioso, claro, es que no necesitaba pagar nada por leer esas columnas: están todas en internet, publicadas y disponibles para quien las quiera disfrutar. Pero el señor Pérez-Reverte es para mí alguien especial, y como le tengo en un pedestal quería poder disfrutarle sin móvil de por medio.

Y cómo lo estoy haciendo. La mayor parte de las columnas son de decepción, pesimistas, muy críticas. Más de lo que le recordaba en esa época. Hace tiempo que don Arturo ha dejado claro que no está muy a gusto en este mundo y en este país salvo por ciertos momentos, personas y lugares (y no son muchos), pero su forma de confirmarlo es (para mí) sencillamente genial. Comparto buena parte de sus opiniones, y las que no comparto me hacen aprender algo. Hasta las columnas más flojas hacen que esboce una sonrisa. Las mejores –esta, por ejemplo– me ponen la piel de gallina. Te reconcilian un poco con el mundo, si es que estabas enfadado con él. El estilo ya es inconfundible para mí, y me cautivan esas frases cortas que no terminan tras el punto porque después siempre apuntilla algo más. El cabrón. O algunas de esas palabras que utiliza casi como muletillas. Hay una que me encanta. Etcétera. Así, entre punto y punto y final, con todas las letras, sin abreviaturas. Como Dios manda.

Y luego están esas frases finales. Nadie termina las columnas como él.

Nadie.

Pero me estoy yendo por las ramas. Como siempre. Esto se titula «Análisis de una lámpara» por algo. Imaginaos la situación. Imagínense la situación, que diría el cortés y educado don Arturo. Ayer por la tarde estoy paladeando esas columnas cuando sucede lo inevitable: que anochece. Qué tontería, diréis (dirán ustedes). Enciende una luz y listo, JaviPas.

Ciertamente podría hacerlo, pero la luz de la terraza no pega con el rollo del miniresort burgués. La dejó aquí el propietario, y como que no pega, insisto. Ni con mocos, que diría mi hermana Moqui. No atrae la lectura. Como mucho atrae mosquitos.

En estas recordé algo. «Leñe, JaviPas», me dije. «Si tienes una lámpara con luz regulable que te mandaron para probar».

Equilicuá. Efectivamente, la tenía. Algo olvidada -las vacaciones traicionan la memoria más que de costumbre- pero ahí estaba, en su pulcra cajita de cartón. Es la Aukey LT-T7, que no sé por qué ahora mismo no está disponible en Amazon. No sabía mucho de ella, pero la abrí esperando que se tratase de una de esas lámparas con el apellido usual en estos caso. Ya sabéis, inteligente. De conectarla al móvil para controlar todo remotamente, y, de paso, que los de Aukey (supongo) puedan saber cuándo la enciendo y apago y cuál es mi intensidad de luz favorita. Para poder mejorar el producto, por supuesto, no vayan ustedes a pensar. Válgame.

El caso es que la lámpara, bendito sea Dios, no era inteligente. Era una lámpara de mesa con control táctil. El diseño es simpático, sin complicaciones. Una especie de cilindro más estrecho en la parte alta. Sin ambición de engañar, y con una base metálica curiosa en la que se esconde el conector para la toma de corriente y que permite que el cable «escape» por una pequeña abertura en un punto de esa base. Sencillo. Simple. Genial.

La enchufas y listo. En la parte superior tiene un pulsador camuflado a modo de casquete metálico que tocas (no aprietas) ligeramente para apagar, tocas para encender, y con el que mantienes el toque para que la intensidad de la luz suba hasta cierto punto máximo, y luego puedas hacer lo propio para reducir la intensidad de la luz de igual forma. Sencillo. Simple. Genial.

Eso es todo. Ese es el análisis de la lámpara. Simple. Sencillo. Genial.

Luz agradable. Una que me permitió seguir disfrutando de don Arturo un rato más -no se pierdan ustedes «Los calamares del niño«- y que me dejó pensando en cuántas idioteces ingeligentes venden por ahí -que de inteligente tienen poco- y cómo se agradecen soluciones sencillas, modestas y funcionales. Que no quiero poner una discoteca, señor fabricante de sistemas de iluminación. Que solo quiero leer con una luz agradable por la noche. No, no. Morada no. Roja tampoco. Blanca, cálida. O no tan cálida, tal vez. Así. Eso es.

Y así nos quedamos. La lámpara de Aukey, don Arturo, mis pipas, y yo.

Como Dios.

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5 comentarios en “Análisis de una lámpara

  1. Fefo dice:

    Javi, más allá de Don Arturo, qué pipas comes?

    Soy muy pipero y la verdad es q me pego tales empaches que procuro no comprar casi nunca…

    Ayer tomé, después de mucho tiempo, las blanquillas de Facundo y para mí gusto de abuelete ya no son como antes …

    Espero puedas darme luz 😉

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