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Carlitos ganó Wimbledon porque yo lo vi

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Yo quería ver el partido desde el principio. De verdad. Pero claro. Día del Carmen en Tapia de Casariego —400 aniversario de su Cofradía—, qué os voy a contar. Bastante fiesta. La cosa se nos lió un poco, y nos pusimos a darle a la sidra en la Terraza junto a unos amigos. Cuando llevábamos ya unas cuantas, alguien se dio cuenta de que los niños igual debían comer algo. Oye, si queréis que los vuestros coman con los nuestros. Va a ser que sí, dijimos. Venga, nos vemos por la tarde.

Tras despedirnos, nos encaminamos a nuestro pequeño miniresort burgués veraniego —no podía ser de otra forma— y yo saqué inmediatamente mi móvil para consultar en Google —es sencillamente maravilloso cómo va actualizando los marcadores de cualquier deporte en tiempo real— cómo le iba a Carlitos.

Había perdido 1-6 el primero. Uf.

Mientras llegábamos andando, me acordé, cómo no, de las semis de hacía unas semanas en Roland Garros. Djokovic también enfrente, duelo de titanes. Alcaraz, que tras perder el primer set lograba ganar el segundo, hacía algo raro al comenzar el tercero. Un gesto extraño en la pierna. Algo pasa. ¿Lesión? No, eran calambres provocados (sorprendentemente) por el estrés. Ya no pudo hacer más que un juego mientras Nole encadenaba 11 casi seguidos y se llevaba el partido y, un par de días después, el Grand Slam. Qué pena.

Pero la revancha estaba ahí. O eso parecía. Alcaraz venía de ganar en hierba en Queen’s y demostrar una vez más su precodidad y capacidad de adaptación, y en Wimbledon también había ido de menos a más. Lo de Medvedev, por ejemplo, fue un festival. El cierre del segundo set —el juego del 5-3— fue casi triste. Ver al 3 del mundo como un pelele mientras Carlitos hacía lo que quería era asombroso.

Pero claro, en la final esperaba Nole, que había estado absolutamente intratable en Wimbledon —no había perdido en la central desde hacía 10 años, y estaba invicto allí desde 2017—y que parecía invencible. Cuando ganó el primer set, de hecho, parecía aún más invencible: de los 78 partidos que había jugado en Wimbledon ganando el primer set, ¿sabéis cuántos acabó ganando?

Todos. Los 78.

Pero claro, la estadística fallaba en algo especial.

Yo no había estando viendo el partido.

Sally y yo nos sentamos en unas sillas, pusimos el portátil en la mesa —en eso el miniresort no era tan burgués, pero oye, tan ricamente— y nos conectamos para empezar a ver de una vez el partido. En ese momento Alcaraz estaba 2-1. En ese momento comenzó a cambiar todo.

Gracias a mí, claro.

Luego sigo con eso. Lo que pasó desde que me senté fue sencillamente alucinante. Vimos cómo Carlitos lograba recuperarse del golpe, pero no evitaba el tie break. Con 6-6, volvían los números: de los últimos 15 tie breaks jugados por Djokovic, ¿sabéis cuántos acabó ganando?

Todos. Los 15.

Así que la cosa no pintaba del todo bien, y menos aún cuando empezó poniéndose 3-0. Pero Carlitos recuperó y salvó un punto de set en el 6-5 del tie-break. Y luego, esto.

Grité «¡Vamos!» como él. Como hubiera hecho también Nadal, que debía estar igual de emocionado viendo el partido. Rafa, si me lees, que supongo que no, ojalá puedas volver y ganarlo todo otra vez. Carlitos tendrá otras oportunidades más adelante. En fin. Así estaba yo, gritando como un condenado. Me sentí como cuando España le ganó la tanda de penaltis a Italia en la Eurocopa de 2008. Entonces yo estaba con unos amigos en nuestra casa de antes (que de resort no tenía casi nada), todos cogidos de las manos, y cuando Cesc marcó aquel penalti decisivo todos gritamos enloquecidos. Se había acabado la maldición. Pues con el tie break de Alcaraz, igual. Ya estaba bien.

A partir de ahí, festival de tenis. Alcaraz, incomensurable, aplastó a un errático Djokovic en el tercero —eso sí, tras luchar 26 minutos en un solo juego para hacerle otro break en el 4-1 tras 13 deuces— y le devolvió el 6-1, así que la cosa pintaba bien. Pero ahí el viejo zorro usó todos los trucos. Larga pausa en el vestuario antes de empezar el cuarto set, largas pausas antes de sacar, y a esperar su momento. Que llegó, porque Nole logró el break en el 2-3 y acabó con otro para ganar el cuarto set por 3-6. Maldición. Nos vamos al quinto.

Y en el quinto, claro, más nervios. Incluidos los de Djokovic, que tras el break se enfadaba y le daba un raquetazo al palo de la red y se llevaba warning y multa (8.000 dólares, calderilla para él).

Pero ni el warning ni la multa importaban mucho, porque Carlitos acabó aguantando sus saques y la presión. Lo hacía además como los grandes, con un par de huevos narices. 5-4. Empieza el juego y sirve Alcaraz para el torneo. En el primer punto se le ocurre hacer una dejada y no le sale. Se queda en la red. 0-15. Cualquier otro diría «¡seré estúpido! ¡nada de dejadas, que te estás jugando el partido!». Pero él no. En el siguiente punto, esto.

Y poco después, por supuesto, el momento grande. Al primer intento, Carlitos aprovechaba la bola de partido y se llevaba la gloria venciendo al invencible. Al que todas las estadístics daban como ganador. Al que la lógica daba como ganador. Venciendo, por tanto, a la misma lógica.

Tras ese último punto, claro, otro grito de «¡Vamos!». Uno aún más fuerte que el primero. Uno de rabia y felicidad. Qué emoción. Y luego a ver los discursos, las caras de los guapos en la grada. A disfrutar del momento. Sally, mucho más responsable que yo, me recordó que teníamos niños. «Oye, que siguen con estos». Ays, es verdad, dije. Venga, vamos a celebrarlo. Con sidra, claro.

Y ahora viene lo que comentaba al principio. Lo de que Carlitos ganó gracias a mí. La historia lo deja claro: mientras no estaba yo, Carlitos perdía como un condenado. Y nada más llegar, siempre (o casi) acabó yendo delante en el marcador y acabó ganando.

Carlitos ganó Wimbledon gracias a mí.

Luego, claro, comentaba justo eso por la noche con nuevos amigos entre risas y sidra. Seguro que habéis tenido la misma sensación cuando veis cualquier partido o competición. Encendéis la tele y, por alguna razón (no siempre, ojo), el partido cambia. El que iba ganando empieza a perder y el que iba perdiendo, a ganar. Pueden pasar las dos cosas, claro: unas veces te sientes como un amuleto («ostras, en cuanto me he puesto a ver el partido va ganando», como con Carlitos en Wimbledon), o como un maldito gafe («pero bueno, ¿qué está pasando? Nada más ponerme a verlo y les acaban de clavar el empate»).

Estoy seguro de que os pasa, insisto, porque con quien lo he comentado le ha pasado. Ayer mismo, en la pisci, lo hablaba con otro amiguete. Me contaba que él hace años veía los partidos con un grupo de amigos y ellos se sentaban siempre en el mismo sitio que les había funcionado si su equipo había ganado el partido anterior. Si no había pasado, había que probar otro sitio.

Y quien dice el sitio, dice otras cosas. La camiseta que te pones. Los calcetines. Los gallumbeles, claro. La cerveza que te tomas. Las veces que vas (o no vas) al baño. Yo que sé. Miles de supersticiones absurdas que son solo eso. Por supuesto que no sirve de nada sentarse en el mismo sitio. Por supuesto que no sirve de nada ponerse la misma camiseta de cuando ganas, o los calcetines. Por supuesto que no sirve de nada que dejes de ver el partido porque cuando lo has puesto tu equipo o jugador ha empezado a perder. Eso es lo que tú crees, majete, pero tú no estás influyendo en el resultado, te lo prometo. Hagas lo que hagas, eso no cambia nada.

Pero yo sí. Yo vi el partido.

Y Carlitos ganó Wimbledon gracias a mí.

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