A mi padre le encantaba su trabajo. Curró casi toda su vida en la misma empresa, Peugeot. Nos contaba con orgullo como empezó muy jovencito en Barreiros y llegó a conocer al empresario que la fundó —tenéis un documental sobre su vida aquí— para luego ir viviendo toda la evolución de la planta de Villaverde. Primero a Simca, luego a Talbot, y por fin a Peugeot y PSA. Imaginad los coches que tuvimos en casa 🙂
A mi padre le encantaba su trabajo, insisto. Fue una parte muy importante de su vida. Llegó muy lejos porque era bueno en él y porque le dedicó mucho tiempo. En mi opinión, demasiado. Le veíamos a la hora de cenar y los fines de semana y vacaciones. Estando en casa también trabajaba. Lo veo ahora mismo en el despachito de casa, con su camisa y sus gafas, su cajetilla de Nobel, y su PC, que se le resistía pero que acababa rindiéndose porque el que no se rendía era mi padre. Hacía más cosas, claro. Cosas como jugar al tenis y ponérmelo difícil, ver el fútbol con sus hijos o, claro está, volar.
Pero sobre todo, trabajaba.
Era un trabajista.
Yo tuve una visión bastante distinta del tema curro desde el principio. Lo conté hace poco, cuando cumplí mis diez años en Xataka. He tenido la increíble suerte de dedicarme a lo que me gusta, pero incluso haciéndolo soy más de trabajar para (poder) vivir que lo contrario. No soy especialmente ambicioso y siempre me acuerdo de eso de lo que decía aquella enfermera. Ya sabéis: la que trabajaba en una residencia y fue entrevistada para saber qué le decía la gente que estaba ya al final de sus vidas. Les preguntaba a todos ellos de qué se arrepentían, y lo que ninguno le dijo fue lo de:
«Tenía que haber trabajado más».
Aquí, por supuesto, para gustos los colores. Hay gente a la que su trabajo le apasiona y llega a ser su vida. Hablaba de ello Antonio Ortiz en su estupenda ‘Causas y Azares’ de este domingo, y allí enlazaba varios temas sobre cómo a la gente ya no le motivan las cosas de antes. En The Wall Street Journal hacían una encuesta y se veía cómo lo del patriotismo, la religión o tener niños era mucho menos relevante que hace un cuarto de siglo.
Lo único que iba al alza era lo de ganar pastuki. La gente se ha vuelto especialmente ambiciosa, y aquí yo tengo la teoría de que las redes sociales y el triunfo del postureo —mamá, de mayor quiero ser influencer— tienen mucho que ver. Complementando ese tema estaba otro de The Atlantic que recomendaba Antonio y que a mi juicio era mucho mejor. Se titula ‘Why Americans Care About Work So Much‘, y en él el autor, Derek Thompson, se sacaba de la manga un término que a mí me gusta mucho: ‘workism‘. Que en español podría ser perfectamente ‘trabajismo‘ en una traducción libre y que le he robado como título del post.
En el artículo se citaba la encuesta del WSJ y se incluía la tabla en la que se mostraba cómo el «trabajo duro» era lo que más le importaba a los encuestados. Me sorprende el dato, sobre todo teniendo en cuenta que al menos en mi opinión EEUU es un país de grandes contrastes en el trabajo. Hay gente del palo de Elon Musk, trabajistas que le dedican 80-100 horas a la semana a su curro, y hay mucha gente que tras la pandemia se ha dado cuenta de que igual Elon y los trabajistas estaban equivocados. De ahí que esté surgiendo todo el movimiento del ‘quiet quitting‘, mal denominado así porque esa ‘renuncia silenciosa’ no es tal. No es pirarse del curro y despedirse sin decir ni pío. En realidad lo de la renuncia silenciosa es algo que (parte de) el mundo lleva haciendo probablemente desde que se inventó aquello de trabajar. Y no es ni más ni menos que hacer lo justo en el curro. Y, entre otras cosas, que se nos caiga el boli cuando termina la jornada.
Hay un poco de todo en esta vida, y frente al trabajismo se podría decir que está el vivismo, o lo que es lo mismo, disfrutar de otras cosas que no son el trabajo. Yo soy más de esta última religión, pero como digo entiendo que cada cual es él con sus circunstancias: respeto total para quien vive para trabajar (si es que realmente le apasiona el tema, claro), y admiración absoluta para quien vive para trabajar porque tiene que hacerlo para sacar adelante su vida o la de su familia, que ese es otro cantar.
Yo como dije hace unos días, tengo suerte, porque mi sensación es la de no haber trabajado ni un solo día de mi vida. Estoy exagerando, claro, pero ya me entendéis. Hago lo que me gusta, pero además lo hago en una proporción que yo creo que es razonable. Me da tiempo para convertirme en figura del pádel, para disfrutar de la familia y los amigos e incluso para escribir de cuando en cuando en este humilde blog.
No sé. Me da que si me toca responder a esa pregunta de la enfermera tampoco me arrepentiré de esta visión de la vida.
O sí. Pero mientras, que me quiten lo bailao.
Me encantan estas entradas personales.
Mencionar únicamente, que a padel te reviento, sólo quería decirte eso 🙂
Jajajjj Gracias Pendergast. Si estás por Madrid le damos y lo comprobamos 😉
Es que es de cajón. Desde aquella pandemia, la cabecita de mucha gente ha hecho clic (encerrados en
la casa, o ver palmar a conocidos «sanísimos de la vida», o usar la casa como oficina). La vida son dos días, y por mucho que el trabajo apasione (o no), ese «coitus interruptus» del ciclo «operativo» de la gente que supuso aquello… Ha marcado y sentó precedente. Aquel que ha podido, ha bajado el ritmo y ha cambiado de «focus». Eso sí, lo que dices de querer más y más pasta no ha cambiado mucho, en parte porque estamos en una sociedad donde sutilmente va calando ese clasismo del postureo (somos menos igualitaristas que en los 70 del siglo pasado, tela).