Que me perdonen los asturianos, pero el cachopo está sobrevalorado. No está mal, ojo, pero es una glorificación del filete empanado de toda la vida. Ofrecerlo ahora como una especie de manjar me parece curioso, y lo que más recuerdo de los que he probado no era tanto lo ricos que estaban, sino lo otro por lo que suelen caracterizarse: su tamaño. Es genial que sean grandes e inabarcables, pero eso no significa que sean un manjar: significa que son grandes e inabarcables. Entre eso y un buen entrecot —cuyo precio no es muy distinto— en mi opinión no hay color.
Dicho lo cual, todo esto lo digo desde mi visión de crítico culinario que como sabéis va consolidándose a lo largo de mi historia en Incognitosis. Aquella primera crítica culinaria de 2015 no fue la última, desde luego, y luego conté algunas experiencias épicas como la de las servilletas de papel, la de Harry y Sally con Joylent —una de las primeras historias (si no la primera) de vuestra pareja favorita— o en StreetXo y por supuesto mi reciente oda al Whopper. Tengo una opinión muy fuerte sobre la comida y su ROI, y creo que en España tenemos una suerte espectacular, porque hay platos populares para cada región que son una locura. Te vayas donde te vayas, hay algo que probar que es típico de allí. Unas cosas te gustarán más y otras menos, pero todas tienen su encanto y su aquel. El cachopo es un buen ejemplo. A mí me parece overrated, insisto, pero lo he disfrutado igualmente muchas veces no tanto por el cachopo en sí como por la compañía. Y todo esta diatriba sobre el cachopo viene para decir algo importante:
El cachopo le da mil millones de vueltas al fish and chips.
Lo puedo decir con argumentos sólidos, porque durante el puente de mayo, que los madrileños tuvimos la suerte de enganchar, me fui con Sally y los niños a Londres. De hecho mi mujercita y yo nos cogimos además el miércoles de vacaciones, (de ahí la ausencia creativa en estos lares), lo que nos permitió jugar un poco con los vuelos de ida y vuelta a la capital británica.
El viaje ha sido fantástico. Fantástico. El mundo parecía estar al revés, porque sé que por aquí hizo un tiempo de perros, pero Londres nos recibió con una temperatura de 22-24 grados y un sol que no ha debido salir tanto tiempo seguido allí desde los tiempos de Braveheart (en la peli, por cierto, batallas con un sol espléndido, porque con lluvia qué mal todo, claro). Qué tiempazo, queridos lectores. Qué potra.
Otro tema es llegar a Londres. He ido varias veces por viajes de prensa en el pasado, y recordaba perfectamente el infierno de llegar a la ciudad. Da igual que tenga seis aeropuertos, porque de media están a cerca de 50 km de distancia. Es como si Guadalajara o Toledo contaran como aeropuertos para llegar a Madrid. El problema no es solo ese: es que el tráfico en la ciudad y buena parte de su periferia es horroroso, así que tardas casi tanto en el vuelo (2:20 horas de media) como en llegar al hotel o apartamento. Es cierto que fuimos con tiempo al aeropuerto (dos horas y media antes, era un vuelo de Ryanair, dos días después del apagón), pero de puerta a puerta tardamos más de 10 horas, que se dice pronto. Y eso que Londres está aquí al lado. Uf.
Pero una vez allí, telita. Qué ciudad. Había estado varias veces, pero solo una como turista, hace más de una década. No la recordaba especialmente llamativa, pero esta vez, por lo que sea, me ha parecido espectacular. Anduvimos mucho todos los días (15-20 km) y también cogimos el metro. Gracias a eso pudimos ver un montón de cosas y comprobar que los grandísimos hijos de la Gran Bretaña tienen una capital flipante. La primavera y ese sol extrañado de estar allí ayudaban, por supuesto, pero es que todo parecía lucir de forma especial. Las calles, las fachadas, las casas, los cochazos —mira que en el miniresort burgués se ven, pero lo de Londres es escandaloso— y los comercios, casi todo está impecable. El metro está bastante dejado de la mano de Dios, pero algunas bocas de metro (varias) y algunos andenes (menos) son brutales. El de Madrid, al menos por moderno y limpio, le da bastantes vueltas, creo yo, aunque creo que en lo de resistir bombardeos el de Londres le da las mismas vueltas o más.
Habría muchas cosas que contar, pero claro, esto no es un diario de viajes y tampoco os voy a descubrir nada nuevo. Fuimos a sitios bastante típicos y nos hicimos las fotos típicas (saltos del tigre incluidos). Nos flipó Camden Town (no lo conocía), por ejemplo, y nos tomamos nuestras pintas aprovechando el ambiente y que el deporte nacional de Inglaterra no es el fútbol, sino tomarse una pinta. Allí no tienen demasiadas terrazas, pero mola que te dejan beber fuera con vasos de plástico que imitan a los de cristal bastante bien. Y como hacía sol (insisto porque sé que no os lo creéis) el ambiente era estupendo, allí todos con sus marvelous y flemático inglés británico que siempre me ha costado mucho más entender que el chicloso acento americano.
Todo, eso sí, es bastante más caro. Lo notamos al movernos en metro, por ejemplo: cogimos la famosa Oyster Card, y aunque no la usamos demasiado invertimos unos 90 euros entre los cuatro esos días, que no es moco de pavo sobre todo si tenemos en cuenta que los enanos pagan la mitad. Además allí no es tarifa plana por zonas, como en Madrid: te cobran por distancia, lo cual es hasta lógico pero a los españolitos de a pie con nuestros sueldos de españolitos de a pie como que nos duele. Con lo demás pasa exactamente lo mismo, y mi percepción es que los precios son entre un 50% y un 100% de los de España en alimentación, por ejemplo.
Eso lo notamos por ejemplo el día que decidimos ir a probar un plato de pescado con patatas. Normalmente los nombres en inglés suelen hacer que todo mole más, pero el plato es tan sosainas que ni eso de decir fish and chips suena especialmente llamativo. Buscamos alguna opción en la zona en la que estábamos y encontramos una que nos pareció decente, así que pedimos mesa (había bastante gente) y a los 15 minutos estábamos allí dispuestos a degustar el plato británico por excelencia. Yo ya sabía de qué iba (lo probé hace años, pero en su forma tradicional, el cono de papel cutre y que al menos tenía cierto encanto), pero aquí la cosa estaba enplatada, como si fuera un plato ya con solera. Pero era eso: un filete normalito de pescado rebozado (haddock —abadejo— o cod —bacalao—) acompañado de patatas, una rodaja de limón y un mini tarrito de una especie de salsa alioli.
¿Qué tal estaba? Pues hombre, no sé. Como comida de castigo para los niños cuando se portan mal, es correcta. Pero que un plato así te cueste 23 libras a mí me pareció un castigo para mí sin haberme portado mal. Pero había que probarlo, supongo, porque ya se sabe que Cum Romae, ut Romani faciunt fac («Cuando estés en Roma, haz como los romanos»). Londres, insisto, espectacular, pero esto del pescado con patatas, lamentable. Al menos mis niños ya pueden decir lo mismo que yo.
El cachopo le da mil millones de vueltas al fish and chips.