Aquel febrero de 2014 me paseaba por el Mobile World Congress como se pasean todo el mundo por allí. Cual pato mareado, vaya. Entre la avalancha de impulsos que trataban de atraer la atención estaba un pequeño stand en el que una empresa rusa (nada menos) se esforzaba por plantear una revolución en el mundo de la movilidad.
La idea era sencillamente genial: un móvil con dos pantallas, una “normal” y una de tinta electrónica. Puede que no fuera la más práctica del mundo, puede que no fuera la técnicamente más sencilla de producir, pero una vez lo probabas —yo lo hice— aquello tenía sentido. Mucho.
Pero claro, la idea no provenía de la Apple, Samsung o Google de turno. Provenía de unos locos rusos que trataron de lanzar aquel producto con una primera versión mediocre (la pantalla de tinta electrónica no era táctil) y una segunda versión que ya era destacable (resolviendo esa limitación del modelo anterior)pero, eso sí, muy cara.
En aquel momento hubiera dicho que aquello tenía que triunfar. Me habría equivocado, claro, lo que vuelve a dejar patente mi limitada capacidad para adivinar el futuro. El Yotaphone 2 se pegó un tortazo sideral en ventas, y pocos meses después había bajado de precio de forma notable. Comenzó a estar disponible en tiendas chinas a precio de chollo, y en noviembre de 2016, aprovechando mi búsqueda de incognichollos, lo vi a poco más de 100 euros y me lo compré.
No lo abrí entonces y no lo he abierto ahora. Está guardadito cual pequeño tesoro, con su precinto y su caja impoluta, en modo coleccionista. Es el primer y único cacharro con el que he hecho algo así, y aunque dudo que vaya a sacar una millonada por él en unos años, para mí es más como un pequeño souvenir del museo de los fracasos maravillosos.
La compañía no se quedó ahí, ojo: acabó sacando al mercado el Yotaphone 3, que daba un paso atrás en algunas especificaciones (CPU) pero mejoraba en cámara. Sigue estando a la venta en AliExpress por ejemplo (340 euros cuesta el invento), pero parece que a la tercera no fue la vencida para Yotaphone. Las cámaras desde luego mejoraron pero no lo suficiente, y eso probablemente fue una de las claves del producto de este fabricante.
Los medios nos enterábamos de que la empresa se declaró en bancarrota hace unas semanas, algo que marca probablemente el fin de la andadura de estos dispositivos.
Es una verdadera lástima, sobre todo porque para mí siempre tuvo sentido poder usar un móvil en modo lector de libros electrónicos. Esa pantalla de tinta electrónica sería genial para trayectos y lecturas nocturnas, pero los fabricantes nunca han apostado por ella, y aunque han aparecido algunos modelos de carcasas con pantallas de tinta electrónica integrada, la idea jamás ha generado demasiada expectación. El público ha hablado.
Quizás mi ilusión con estos dispositivos fuera un poco absurda: nadie necesita demasiado una pantalla de tinta electrónica en su día a día porque la batería de nuestros móviles (afortunadamente) aguanta todo el día en la mayoría de los escenarios. Y como aguanta todo el día, tener una pantalla más eficiente no aporta demasiado, aunque con ella accedas a una tecnología menos agresiva a la hora de leer y mirar a la pantalla muchas horas.
Lo de YotaPhone es el último ejemplo de una tecnología que nunca ha logrado salir más allá del coto de los lectores de e-books. Me da un poco de rabia, sobre todo porque en algún momento pensé que disfrutar de un monitor de tinta electrónica para trabajar sería una ideaza. No para todo el mundo, pero sí en mi día a día, por ejemplo. Un monitor con una gran definición y buen refresco que me permitiera leer y escribir sin problemas pero que por ejemplo no tuviera sentido para ver vídeos o jugar.
Hay algún cacharro de este estilo, pero o es imposible de encontrar, o es muy caro, o es pequeño para ese propósito… o las tres cosas a la vez. No parece que esto vaya a ir a más, así que nos tendremos que conformar con nuestros Kindles y Kobos. Dispositivos que demuestran que no todo vale en todos los casos.
A Yotaphone no les valió de nada la pantalla de tinta electrónica, desde luego.
Qué pena de maravilloso fracaso, insisto. Fue bonito mientras duró.