Mi pitufito. Mi bonito. El chipirón de mamá. Cumples otro año. Trece ya. Cómo pasa el tiempo.
Hasta tú te empiezas a dar cuenta. Sobre todo ahora que no paras de ver vídeos familiares de cuando érais (aún más) pequeñitos Lucía y tú. Te encanta verte chupando ese limón y poniendo esa cara tan graciosa, o en ese vídeo épico en el que estás en el baño con Lucía, que simula estar hablando por teléfono con Lola, y los dos empezáis a luchar por el teléfono y a llorar en una verdadera batalla de minibonitos. Qué videos tan alucinantes. Qué bonitos érais entonces, y qué bonitos seguís siendo ahora. Cómo nos regaláis una y otra vez momentazos.
Como aquel de este año en Londres. Yo lo recordaré siempre. Paseando por las calles de las tiendas de ropa caras, vemos la de Balenciaga. Y tú, futuro diseñador de moda de fama mundial, nos dices que si podíamos entrar. No me extraña: habíamos ido al museo de Balenciaga en Guetaria, has visto la serie de su vida, has leído una biografía suya, lo sabes todo de él. «Pues no sé Javi, esto no es un museo, es una tienda muy pispis». E insistes, y me acabas convenciendo de que entre contigo. Mamá y Lucía se quedan fuera, y entramos con timidez. No hay ni un solo cliente en la tienda, solo dependientes peripuestos que, curiosamente, nos dan la bienvenida con amabilidad. Le digo a uno de ellos, un chaval joven de unos 25 años, que queremos ver la tienda porque quieres ser diseñador de mayor y te alucina Balenciaga. Y entonces saco el móvil de mamá, que me había dejado porque tiene guardados muchos de tus diseños, y le enseño unos cuantos al dependiente.
Y ahí le cambia la cara. Ojo. Este chaval es fucking good. Mira los diseños ojiplático, y ahí, insisto, empieza un momento especial. Te mira, mira los diseños, y te vuelve a mirar. «¿Queréis que os enseñe la tienda?», nos dice.
Pero en realidad no nos lo dice a nosotros.
Te lo dice a ti. Quiere enseñártela y seguir hablando contigo.
Y tú, que a los 12 años hablas un inglés que también es fucking good, te pones a hablar con él de Balenciaga como si nada. De cómo tardó en considerarse un artista, de cómo acabó siendo amigo de Dior. Y él te escucha, y te explica cosas como si el inglés fuera tu lengua nativa. Y te explica nosequé de que las camisetas rotas esas del escaparate que cuestan chorrocientas libras tienen esos agujeritos y esos rotos porque con ellas quiere expresarse que esas prendas envejecen y se estropean contigo. Y tú captas todo y dice «Ahh» y continúas hablando. Y yo, espectador privilegiado, veo cómo estás paladeando ese momento, disfrutándolo como si ya fueras un diseñador de éxito. Estoy asombrado por tu inglés, por tu seguridad al hablar de esas cosas que te alucinan, y por cómo el chaval también está alucinado y encantado hablando con alguien que debería ser mucho más mayor hablando así de esas cosas. Y me siento orgulloso, y salimos de la tienda despidiéndonos del chico. Nos dice que se llama Robbie y te pregunta que dónde vas a estudiar moda, y te recomienda una (carísima) escuela de Londres, Central Saint Martins. Tomo nota y le agradecemos la súper visita guiada. No le dejan sacarse foto contigo, política de la empresa, así que le damos la mano y salimos de allí sonriendo. Y tú sales diciendo «pues ya no necesito ver nada más de Londres, nada va a superar esto».
Aquel rato me dejó claro lo mayor que te estás haciendo, aunque sigas siendo nuestro bonito, nuestro pitufo, nuestro chipirón. Y también lo orgullosos que estamos de ti y de tu hermana, que sois preciosos e increíbles. Lo de ser mayores se nota en otras cosas, claro. Este año has empezado a salir por ahí con tus amiguetes de la panda del moco. Coges el transporte público, das vueltas por ahí, y a veces —cuando el dinero de los domingos te lo permite— te quedas a cenar con ellos. Este año además te tocaba tener móvil, como también sucedió con Lucía. Qué felicidad, ¿eh, pitufo? Con tus grupos de whatsapp, tus stickers, tus tiktoks y todos esos vídeos en YouTube del gordito sopas ese, Uve —uf, no puedo con él— o del resto de influencers a los que seguís tú y Lucía. Al menos no has caído en el infierno de Bad Bunny como tu hermana (!fiu!).
Y sigues cantando a todas horas, claro. Te seguimos diciendo esto de «Javiiii cállate ya», pero da igual, sigues. Que es lo que tienes que hacer: cantar sin parar cuando te apetezca, pitufo. Da igual que este año hayas dejado ya las clases con Israel, ese hermanito mayor al que echaremos mucho de menos: igual en el futuro las retomas. Harás otras cosas, seguro. Como darle más al pádel —mola que ya has jugado algún partidito con tus amigos— y seguir con lo del atletismo, que es también estupendo para vosotros. Y dibujando, y cocinando conmigo —oye, no se te da mal, pitufo— y escribiendo tus súper novelas de misterio y asesinatos al más puro estilo Agatha Christie.
Es genial lo creativo que eres, como Lucía. Qué alucinante todo lo que hacéis y, cómo siempre, como sigue encantándoos hacerlo juntos. Da igual que os hagáis mayores: seguís siendo absolutamente felices juntitos, jugando, hablando, dibujando, escribiendo, cantando o haciendo esos tiktoks súperchorras bailando y haciendo lipdub. Lo que tenéis, os lo digo en todas estas cartas de cumpleaños, es especial e irremplazable. No lo perdáis jamás.
Yo sé que eso no va a pasar nunca, porque como te digo siempre, eres un bonito, pitufo. Y porque da igual lo mayor que te hagas: siempre, pase lo que pase, vas a ser eso: mi pitufo. Y siempre voy a recordarte con esa cara tan graciosa al chupar el limón cuando tenías tres años, o con esa lucha titánica con Lucía y el teléfono que acabó en un mar de lágrimas, o con esa carrera que echamos en la piscina, o con esa visita a la tienda de Balenciaga que siempre guardaré en mi corazón. Ays.
Felices 13, mi pitufo.
Te quiero 3.000 kilotes infinitos.
Muy bonito JAvi, bueno seguir sabiendo de tí a través de tu blog al que accedo cuando lo veo en linkedin. Un abreazo y a seguir disfrutando de tus hijos.
Ramón. A.