Es una palabra muy cortita. Y no es tan difícil decirla. De hecho, es probablemente la preferida de mi pequeña Lucía. Claro que una cosa es decirla continuamente con dos años, y otra muy distinta con una pila de ellos y un trabajo que depende en muchos casos de los clientes con los que uno trabaja. Decirles que no a esos clientes, o a tu compañero, o a tu jefe, o a tu amigo (evito hablar de esposas/os, je), es un problemón. Pero a veces hay que ser un poquito (o muy) egoísta, y tratar de evitar que le tomen a uno por tonto.
Lo explicaba muy bien también Daniel Cuñado hace tiempo basándose en su experiencia con sus clientes, y sus conclusiones son trasladables a todas las industrias. Sobre todo en nuestro país –al menos, esa sensación tengo yo– donde parece que el cliente no es en realidad nuestro cliente. Es, en algunos casos, una especie de semidios borde e insoportable que parece identificar un contrato de servicio como un contrato de esclavitud. Cuando quiera, como quiera, donde quiera. No.
Esa realidad lo es también para el desarrollo de cualquier proyecto, y esa es la motivación de un fantástico artículo -inspiración de éste otro- en el que Des Traynor, el COO de la empresa Intercom, daba su opinión sobre cómo llevar la estrategia de producto. Cómo no ceder a esas estadísticas prometedoras, a ese «solo llevará un minuto», o a uno de mis preferidos: el famoso «la competencia lo tiene». Guiarse por esa y cualquiera de las 12 razones que menciona el artículo para cambiar un producto puede ser un craso error. Algunos (supongo que muchos) lo hemos sufrido, y hemos caído en la misma piedra más de una vez.
Ya sabéis. Decid que no de vez en cuando. Si necesitáis un cable, preguntadle a mi pequeña Lucía. Aunque claro, lo más probable es que cuando le pidáis ayuda os diga que no :/